lunes, 31 de octubre de 2016

El mal mujer

I met a lady in the meads,
Full beautiful, a fairy’s child;
Her hair was long, her foot was light,
And her eyes were wild.


—John Keats, La Belle Dame sans Merci (1819)

Me gusta analizar los arquetipos literarios y su simbolismo (cada uno tiene sus manías) y hoy pretendo hablar de un tema tan interesante y huidizo en la narrativa como el del mal hecho mujer. Ojo, no me refiero aquí a mujeres malas (de esas está llena la literatura, por motivos que resulta innecesario señalar), sino a mujeres que son el mal encarnado, que lo quieran o no traen la desgracia consigo, en especial a aquellos con la mala fortuna de amarlas o desearlas. En definitiva, de mujeres que son intrínsecamente el Mal, con mayúsculas.

Como figura narrativa es relativamente rara dentro de la literatura moderna, siendo su piedra angular el ya clásico relato de Arthur Machen El gran dios Pan (The Great God Pan, 1894). Presumo que todo aficionado al terror lo conoce (y de lo contrario, debería). Gira en torno a las andanzas de Helen, una misteriosa muchacha que provoca la muerte de cuantos hombres se cruzan en su vida, y que resulta ser la hija de una mujer sometida a un extraño experimento cerebral por parte de un doctor (varón, luego volveremos sobre esto). La maestría del relato está más en cómo lo cuenta Machen, de modo siempre tangencial y con veladas referencias, que en lo que cuenta (de hecho no se sabe qué es lo que les hace Helen a los hombres para que se suiciden, aunque se intuye que es de naturaleza sexual).

Si bien se pueden establecer numerosas correspondencias entre este relato y leyendas paganas o precristianas, lo que me interesa destacar ahora es que Helen «nace» de un experimento llevado a cabo por unos hombres. Esto lo conecta explícitamente con otra obra fundamental para el tema que nos ocupa: La mandrágora, de Hanns Heinz Ewers (Alraune, 1911), donde la joven que da título a la novela fue engendrada, esta vez de forma deliberada, por un grupo de hombres decididos a concebir un ser humano aberrante. La obra de Ewers se ubica dentro del expresionismo alemán (comparte no pocas influencias con la famosa novela de Gustav Meyrink El Gólem (Der Golem, 1914) y es un tanto irregular, pero la mortal fascinación que provoca Alraune en los hombres sin pretenderlo define con claridad el arquetipo que andamos buscando, y además ofrece, al contrario que en El gran dios Pan, una perspectiva sobre la mentalidad de nuestra protagonista, que no actúa por maldad ni interés, sino que «es así», incluso cuando no lo pretende.

Como podéis observar, estas mujeres guardan en su esencia poca relación con el mayor clásico literario sobre seres artificiales, Frankenstein de Mary Shelley (1818). Y no me refiero al aspecto físico (que en el caso de Frankenstein ha ido «monstruizándose» por las versiones cinematográficas), sino a que la criatura de Shelley no era malvada en su esencia, sino que decidía hacer el mal llevada por la soledad y el odio que sentían hacia ella los seres humanos. Sería de igual forma tentador (y seguramente hasta fundado) establecer paralelismos entre nuestro arquetipo y ciertos seres mitológicos femeninos, partiendo de la figura de Lilith hasta llegar a las vampiras, pasando por la medusa o las lamias, pero opino que no conviene hacerlo porque de esas leyendas han surgido otros modelos de personajes femeninos modernos (por ejemplo la femme fatale) y correríamos el riesgo de que nuestras Helens y Alraunes acabaran por no ser más que otra mujer sexy que manipula a los hombres por interés, perdiendo a mi entender esa esencia (maligna e incomprensible) que las hace especiales.

Pero sí que me gustaría trazar puntos en común con dos relatos cortos, también del siglo XIX, como son El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann (Der Sandmann, 1816), donde el protagonista se enamora (y acaba por enloquecer a causa de este amor) de la «hija» mecánica de un extraño sabio, y La hija de Rapaccini de Nathaniel Hawthorne (Rappaccini's Daughter, 1844), muchacha esta criada entre las plantas exóticas de su padre, que le ha hecho adquirir el veneno de las mismas.

No es casual que todas estas obras surgieran en etapas de progresiva emancipación de la mujer, como tampoco lo es que siempre haya un hombre en su génesis, una metáfora quizá del miedo a que las «hijas», haciendo suyas las enseñanzas de libertad de sus propios progenitores, las lleven a la práctica y escapen al dominio paterno, no tanto como forma de rebeldía sino como consecuencia intrínseca de los nuevos tiempos.

¿Son por tanto estas dos características del arquetipo (resumo: ser creadas por un varón y ser involuntariamente malignas) inseparables, o podríamos tener la segunda, que para mí es la esencial, pero soslayar la primera sin que el simbolismo perdiera fuerza? En dos de las últimas apariciones reconocibles pero ya deformadas de este tropo, El ser en el umbral de H.P. Lovecraft (The Thing on the Doorstep, 1933) y El tiempo de la noche, de William Sloane (To Walk the Night, 1937), sigue habiendo un varón detrás de todo (en menor medida en esta última), pero el misterio se encuentra en mi opinión debilitado precisamente porque las motivaciones de nuestra «criatura» son en última instancia coherentes con sus intereses, y lo mismo sucede con su génesis, sobrenatural pero comprensible.

¿Es imposible por tanto que este elemento funcione en un entorno moderno, y sólo surgiera como fruto de una sociedad y época determinadas (grosso modo, el siglo XIX y principios del XX hasta la Primera Guerra Mundial)? Quizá sea así. Ciertamente resulta difícil encontrar en la literatura actual representantes modernos de estos conceptos (y cuando aparecen son subvirtiéndolos, como en Helen's Story, de Rosanne Rabinowitz (2013)).

Pero sin obviar la perspectiva sexista que permeaba esos textos, creo sinceramente que no conviene abandonar todavía arquetipos tan fascinantes como misteriosos. Aunque los tiempos hayan cambiado, no olvidemos la tarea del narrador siempre ha sido adaptar a su público las mismas historias que llevan miles de años con nosotros, hallando sus elementos constituyentes y presentándolos de forma que sigan teniendo vigencia. Por ejemplo, ¿ha llegado el momento en que tendría sentido una historia de «El mal hecho varón», o aún no?

lunes, 17 de octubre de 2016

El surrealismo de Kelly Link

Los que seguís este blog con regularidad sabéis ya que con la literatura no busco sólo disfrutar, sino también aprender. Por ello no suelo tratar en Disportancia libros y autores que simplemente me gusten, sino aquellos de los que además se pueda sacar una enseñanza (verbigracia, el artículo referido a El mundo de los ladrones).

Y sin duda Kelly Link pertenece a ese grupo. Autora principalmente de relatos y algunas novelas cortas, la obra de Link destaca sobre todo por su surrealismo y su imaginación desatada; seguramente se la podría englobar en el género del slipstream, si esa etiqueta no estuviera ya tan difuminada.

Tratar de resumir sus historias sería inútil: pasan cosas sorprendentes, y poco más puede decirse en sentido general. Por supuesto no sólo son eso, Link aúna a esos argumentos irreales una prosa elegante y creativa sin la que el entramado no funcionaría, y que llega a recordar a ciertas obras de Neil Gaiman (Coraline, por ejemplo) pero con un estilo propio.

¿Significan estos merecidos elogios que me gusta todo lo que escribe? Pues no, algunos relatos me parecen fascinantes y otros insufribles. Tengo la teoría de que cada persona posee un nivel máximo de surrealismo admisible, y el mío es bastante bajo . Cuando Link toma una situación cotidiana y le añade su imaginación, el resultado suele convencerme, pero si el punto de partida ya carece de lógica (por ejemplo un cuento de hadas o una convención de superhéroes), esa capa de irrealidad adicional ya me vence y me da todo igual porque nada importa ni tiene sentido (otra vez la vieja dicotomía maravilloso / fantástico). Pero en cualquier caso es de esas autoras a las que recomiendo cuando menos conocer (y ya en función del gusto de cada uno, seguir con ella o no).

Un aspecto que deseo mencionar, para que lo tengáis en cuenta, es lo que yo llamo las «trampas». En los relatos, Link plantea a menudo una situación deliciosamente imaginativa y absurda que hace que como lector te preguntes: ¿cómo logrará darle sentido a todo esto? La respuesta, acabas descubriendo, es que no piensa darle sentido. Como es evidente, no entraña la misma dificultad proponer una situación surrealista e intentar darle una explicación, aun cuando no sea natural (por ejemplo lo que se hace El país de las risas), que simplemente ir avanzando y cuando ya nada tenga lógica poner el punto final al relato. Pero ahí también hay una lección que extraer, y es hasta qué punto el lector espera que todo encaje o simplemente busca disfrutar con el texto, algo que sin duda Link sí ofrece.

Ahora bien, aun admitiendo que la falta de explicación sea virtud y no defecto, sigo teniendo la sensación de que en algunos de sus mejores relatos (por ejemplo en los primeros de cada antología, Magia para principiantes y Los del verano) parece como si Link se cansara de la historia que tiene entre manos y se dijera: «venga, a ventilarse esto que ya ha durado mucho». Y tal cual: en un par de páginas la trama da un giro total sin relación aparente con lo anterior y el relato se acaba de forma abrupta. O esa impresión me da a mí, al menos.

En cualquier caso es un buen momento para acercarse a su obra, porque Link ha sido finalista este mismo año del prestigioso premio Pulitzer en la categoría de ficción (aunque al final no lo haya ganado), y en castellano tiene dos antologías publicadas por Seix Barral que aún se pueden conseguir con facilidad.

Precisamente no sé muy bien cómo enfocar la labor de Seix Barral respecto a la obra de Kelly Link. Por un lado, alabo su decisión de traernos a esta autora, con lo poco popular que es aquí el relato corto frente a la omnipresente novela. Pero el formato «alargado» de su colección Biblioteca Furtiva no me gusta, la región de texto queda demasiado estirada en lo vertical (en una proporción de 2 a 1 respecto al ancho) y las líneas me resultan demasiado cortas. Ya, manías, pero incomoda.

Luego está el tema del precio. La primera antología empezó costando 19€ y, como no debió de vender mucho, se rebajó el año pasado a 5.65€, iniciativa que aplaudo. Pero ahora sale el segundo, con bastantes menos páginas y de nuevo en tapa blanda, por 18€. Pues señores editores, casi seguro que le pasará lo mismo que al primero. Yo me lo pillé porque tenía un descuento de Amazon, que si no…

Pero lo que de verdad no entiendo son esos cambios de la edición en castellano respecto al original. El primer libro, Magia para lectores, toma relatos que en inglés aparecían en las antologías Magic for Beginners, Pretty Monsters y Stranger Things Happen. ¿Por qué? Ni idea. Una especie de selección, imagino. El segundo, A mí no me engañas, sí es tal cual la antología Get in Trouble. Pero ¿a qué obedece ese cambio de título? Es más, ¿a qué esos cambios en ambas portadas, ninguna de las cuales tiene nada que ver con cualquiera de los relatos que incluye? (y que tampoco se pueden considerar bonitas). No sé, son decisiones editoriales que se me escapan.

Magia para lectores, Kelly Link.
Seix Barral, 2011. 440 págs, 19€/5.65€.
A mí no me engañas, Kelly Link.
Seix Barral, 2015. 348 págs, 18€.

jueves, 6 de octubre de 2016

Cursiva enfática, cuanto menos mejor

Con cursiva enfática, por si hiciera falta recordarlo, nos referimos al uso de letra cursiva para recalcar alguna palabra dentro de la frase, aun cuando mantenga su significado habitual. Por ejemplo: «No ha sido siempre el hombre señor de la tierra… Pero ¿lo es ahora?» (Robert E. Howard, La piedra negra).

Por cierto, a la cursiva también se la conoce como bastardilla, y la letra «normal» se llama redonda. Que lo sepáis.

Bien, aunque pueda parecer lo contrario el uso de la cursiva no está regulado en piedra, ya que no forma parte de la ortografía sino de las normas de estilo (y lo mismo se puede decir de las comillas), y lo que se le pide a un texto ante todo es coherencia a la hora de usar una y otras. La RAE recomienda la cursiva para indicar palabras en otro idioma, vulgarismos y en general palabras usadas como metalenguaje (incluyendo títulos de obras), pero sí que suele admitir, así como quien no quiere la cosa, el uso de la cursiva para dar énfasis a una palabra o parte de la misma, sin más aclaraciones. Por otra parte, si pilláis manuales de estilo os dirán por lo general que la cursiva enfática es anatema, que ni se os ocurra usarla. ¡Vade retro!

Yo no soy tan categórico, porque la cursiva enfática cumple una función a la hora de transmitir información al lector, como cualquier otro signo, y por tanto debemos considerarla, pero sí que recomiendo encarecidamente usarla lo menos posible, reservándola sólo para casos de verdadera necesidad. Primero, porque es un recurso que pretende transmitir fuerza, y de mucho usarse pierde su efecto durante la lectura, y segundo porque casi siempre queda mal y se tiende a abusar de ella sin criterio.

No es algo que deba extrañarnos. La cursiva enfática es muy usada en la literatura anglosajona, y dentro de ella aún más en los relatos y novelas de terror, para intentar conseguir un efecto impactante durante la narración. Y como vivimos en una sociedad enormemente influida por esa cultura, donde muchos de los libros que leemos son traducciones del inglés, se nos está contagiando el vicio.

Por eso os pido, amigos traductores, que por favor no caigáis en el error de dejar la cursiva enfática tal cual estaba en el original. No queda bien, muchas veces es innecesaria y molesta la lectura, y lo que es peor, inducís a jóvenes e impresionables escritores a seguir tan nefanda costumbre. Si entendemos que no se traduce palabra a palabra, ¿por qué se iba a trasladar el tipo de letra tal cual? Así como el castellano usa menos el gerundio que el inglés, lo mismo usa menos la cursiva enfática, y muchas veces quitándola se capta perfectamente el sentido de la frase (o, si hace falta, se añade algún apoyo para alcanzar ese mismo énfasis con naturalidad).

Veamos algunas muestras de cursiva enfática tomadas de El otro modelo de Pickman, de Caitlín R. Kiernan. En el libro aparecen todas en menos de una página de distancia (sin duda excesivo):

—¿A quién? ¿Cómo conocí a quién? (…)
—¿Importa mucho? Eso ocurrió hace mucho tiempo, Hace muchos, muchos años. Él está muerto. (…)
—El hombre está muerto —dijo con voz inexpresiva—. Y si por alguna casualidad no lo está, bueno (…)
—Y usted es un tipo obstinado.

Mínimo minomorum, sobran ahí la segunda y la cuarta cursivas. ¿Qué importancia tienen «años» y «es» que no se capte ya con las palabras en redonda? Y la tercera queda poco natural al leerla en castellano (probad a hacerlo en voz alta, enfatizando sólo el «no», ¿a que suena raro? Otra que yo quitaría, sólo la primera tiene un pase.

Repito que eso no significa que no uséis nunca este recurso, sino sólo cuando tiene sentido y ayuda a la narración. La cursiva enfática, con mesura y criterio, puede ser muy útil en momentos puntuales de la narración, de lo contrario acaba pareciendo un truco barato para compensar una prosa deficiente.