lunes, 30 de mayo de 2016

Verbos con dos caras

Que hay verbos que engloban varios conceptos no tiene nada de sorprendente, pero quizá sí que algunos de ellos presentan diferente conjugación dependiendo del significado que usemos. Tampoco nos vamos a engañar, son sólo unos cuantos y la conjugación alternativa suele corresponder a significados bastante inusuales, por lo general arcaicos o bien procedentes del lenguaje rural (que está desapareciendo a ojos vista). Pero merece la pena tener en cuenta algunos de ellos, para no meter la pata si surge la ocasión.

El que tiene más posibilidades de aparecer en un texto moderno es apostar. Su conjugación difiere si nos referimos a jugarse algo o a colocarse en algún sitio determinado para vigilar (en este caso es regular). Por ejemplo, estas dos frases son correctas:

● Me apuesto lo que sea a que ganamos.

● Me aposto en la loma de centinela.

Otro par de ejemplos que me parecen interesantes y dignos de mención, aun siendo mucho menos frecuentes, son enrocar y colar. Enrocar, en su acepción de «poner en la rueca», es irregular. Y colar, cuando significa «conceder un beneficio eclesiástico», es regular. Por lo tanto, todas estas frases son correctas:

Enroca para evitar el jaque.

Enrueca la lana para hilarla.

Cuela el balón por la tapia.

Cola la canonjía a su sobrino.

Por su parte, acostar y aterrar comparten un origen marítimo en sus formas extrañas, por así decirlo, que son «llegar a la costa» y «llegar a tierra», respectivamente. Y oye, pueden quedar muy bien en un relato de trasfondo náutico.

● La madre acuesta al bebé.

● El barco acosta mañana.

● Me aterras cuando te pones así.

● ¿Sabes cuándo atierras?

Asolar, cosa curiosa, era irregular cuando significaba «arrasar», y regular sólo cuando se refería a que el sol deja seco algo (sentido parecido a «agostar»), pero hoy día ambos son regulares, así que no hay que preocuparse por la conjugación.

Y uno bien simpático es el de follar (¡hala, lo que ha dicho!), que en su significado de «soplar con un fuelle» es irregular:

● Él fuella en la fragua.

Me disculparéis que no ponga un ejemplo con el significado habitual de follar, verbo que por otra parte seguro que usáis sobradamente .

Y eso viene a ser todo. Existen algunos verbos bicéfalos más (arrendar, derrocar, destemplar…), pero su conjugación alternativa es tan rara que difícilmente aparece escrita, o por el contrario ocurre que la conjugación principal ha asimilado el resto de significados y no hay lugar al error. Espero que esta entradilla os haya sido útil o, a malas, amena.

lunes, 23 de mayo de 2016

La anagnórisis y la madre que la parió

«El término anagnórisis es un helenismo cuyo significado es “revelación”, “reconocimiento” o “descubrimiento”. Este concepto fue mencionado por primera vez por Aristóteles en su ‘Poética’. Describe el instante de revelación en que la ignorancia da paso al conocimiento».

El texto previo abre el excelente artículo del Diccionario Literario sobre la anagnórisis o reconocimiento, un concepto narrativo referido al brusco descubrimiento por parte de un personaje del verdadero sentido de las circunstancas que le rodean, por lo general con efectos devastadores sobre él. Tradicionalmente esto suponía la revelación de la auténtica identidad de un individuo, como «el mendigo en realidad es el príncipe», «el hombre al que has matado era tu hermano» y similares. Hay muchísimos ejemplos en la literatura clásica y moderna, pero por citar uno bastante cruel, me quedo con el de la hermana Gudule en Nuestra Señora de París de Victor Hugo (1831; sí, la del jorobado), que odia a los gitanos porque le robaron a su hija y por eso retiene a una gitanilla hasta que la atrapan las autoridades, para darse cuenta entonces de que es su hija perdida, a la que acaba de condenar a muerte. Por supuesto, el cine y otros medios narrativos también usan este recurso.

Pero el concepto de agnición (como también se lo conoce) no se limita a este tipo de revelaciones de identidad, sino que incluye cualquier comprensión repentina por parte de un personaje que ha actuado hasta entonces errado o en la ignorancia. Es, por así decirlo, cuando por fin encajan las piezas del puzle en su cerebro y se le hace patente todo lo que antes no comprendía. Buenos ejemplos de este tipo de anagnórisis, y permitidme que me vaya ahora al cine, son El planeta de los simios (1968) y El sexto sentido (1999), cuyos logrados giros argumentales finales no hace falta ni mencionar aquí.

Volviendo a Aristóteles y a ese artículo que citaba al principio, el estagirita dice: «La mejor agnición de todas es la que resulta de los hechos mismos, produciéndose la sorpresa por circunstancias verosímiles». Qué cierto es eso y qué jodido es conseguirlo en el papel. Pensemos que la agnición más poderosa es aquella en la que el lector acompaña al personaje en su paso de la ignorancia a la comprensión (es decir, que no cuenta con más información que el propio personaje y no conoce de antemano esa realidad que vamos a revelar). Esto supone un doble esfuerzo, porque no sólo el personaje ha de alcanzar esa revelación, sino también el lector y en ese mismo punto, de forma que resulte lógica y sorprendente e la vez. Si damos de antemano demasiadas pistas, el lector deducirá lo que ocurre mucho antes de que lo anunciemos y el asombro del personaje le resultará ridículo. Si damos pocas, parecerá un recurso forzado, un giro que no viene a cuento. Hacerlo bien, amigos, es maestría.

Huelga decir que yo carezco de esa maestría. En mis relatos a menudo me encuentro intentando expresar una situación de anagnórisis, y por lo general acabo insatisfecho con el resultado. Por mi experiencia, diría que la mayor dificultad está en generar la agnición sin ningún hecho desencadenante; es decir, el personaje está tan tranquilo pensando en sus cosas y de pronto, zas, lo comprende por fin todo. Esto, que en la vida real sucede bastante a menudo (o al menos a mí me sucede), por algún motivo queda muy forzado en la literatura. Intenté algo así en Neotenia, una historia que por lo demás considero bien fundamentada, y ese aspecto no acababa de funcionar. Me quedó mal sabor de boca.

Tanto es así, que por ejemplo para Atractor extraño, otro relato publicado el año pasado, opté por una aproximación más clásica: que fuera la aparición de una niña perdida la que sirviera para que se encendiera la bombilla en la cabeza del protagonista. ¿El resultado? Mucho mejor, queda hasta natural. Este y otros relatos que tengo por publicar me han llevado a la misma conclusión: debe haber «algo» que desencadene la anagnórisis, una chispa final que, además, debe llegar de forma fluida, no como un deus ex machina, ni ser tampoco demasiado sutil. Por ejemplo, a mi gusto no funciona nada bien ese típico recurso de serie de TV donde, en una conversación casual, un personaje pronuncia una palabra cualquiera y el protagonista la relaciona de un modo retorcido con el caso que tiene entre manos y, voilà, todo resuelto. No, no, es una salida facilona y demasiado barata.

Lo ideal es que parezca que la trama no podría haber ocurrido de otra forma, que esa espada de Damocles, por usar otra referencia clásica, ha estado siempre a punto de caer y lo ha hecho en cuanto se han dado las condiciones adecuadas. Que vuelve a ser lo que decía Aristóteles, y estamos en las mismas . Ay, qué complicada es la anagnórisis.