domingo, 22 de febrero de 2015

El narrador (I)

Uno de los aspectos fundamentales de cualquier creación literaria es la voz del narrador. Es una elección de la que no podemos escapar: aun cuando en nuestro texto no exista un narrador propiamente dicho, siempre habrá uno implícito. Si preferimos enfocarlo así, habrá un punto de vista, una cámara a través de la cual haremos llegar al lector los hechos descritos. Esta perspectiva de la narración es primordial porque, como también ocurre en la vida real, los mismos sucesos enfocados de otro modo conformarán una historia bien distinta. Por ello, conviene detenerse un rato y reflexionar sobre la cámara que vamos a escoger antes de ponerse a teclear.

Sobre los posibles narradores existen tantas teorías (a menudo contradictorias) como expertos en la materia, y personalmente creo que intentar catalogar los tipos de narrador es como ponerle puertas al campo: siempre habrá relatos que escapen a la clasificación propuesta. Además, no me interesa tanto clasificar lo que hay como ofrecer ideas, por lo que me limitaré a analizar del modo más sencillo posible las opciones fundamentales que uno tiene a su disposición. Si queréis profundizar más, buscad un buen libro sobre la materia.

Uno de las principales características de la voz narrativa es la persona y el tiempo verbal usados, así que voy a dedicar este primer artículo a enumerar los más habituales y sus usos, y si no me vence la vagancia ya me detendré en una entrada posterior sobre otros aspectos a tener en cuenta, como el tono del narrador, su objetividad (o falta de ella) y los conocimientos que posee sobre lo que está narrando.


Saludad a la tercera persona en pretérito, la reina de los narradores. Se usa tan a menudo, en tantos géneros distintos, que por fuerza acabaremos recurriendo a ella. Por fortuna no ofrece especial complicación. La historia en pasado y la tercera persona («él dijo») imponen un distanciamiento sobre lo narrado y permiten apropiarse de cierta neutralidad, de forma que el lector asumirá a priori que las cosas sucedieron tal como las contamos. Es un estilo que cansa muy poco, así que suele resultar idóneo para novelas e historias largas. También permite (en caso de que sea necesario) romper la cuarta pared, como se dice en el teatro: dirigirse al lector sin que chirríe demasiado. Suele ser una apuesta segura si no queremos complicarnos la vida.

Por su parte, la primera persona en pretérito aporta mayor cercanía a lo narrado, ya que es el protagonista (o alguien que al menos estuvo presente) quien cuenta lo que ocurrió. Por esto se suele usar en géneros que traten de impactar al lector, entre ellos y muy destacadamente el terror. También puede ser muy útil en aquellos relatos donde las acciones tengan menos importancia que los pensamientos de los personajes (el género negro es otro de los habituales de este enfoque). Si para comprender la historia necesitamos saber lo que pensaba y sentía el protagonista, casi seguro que debemos optar por la primera persona.

Existe no obstante un término medio entre ambos, que se suele llamar «narrador equisciente» y consiste en narrar en tercera persona pero como si fuera primera. El punto de vista siempre está centrado en un solo personaje y podemos meternos en su cabeza, con lo que en el fondo es como si lo narrara ese personaje, pero con mayor objetividad. Me recuerda a lo que hacía Julio César en los cómics de Asterix de hablar de sí mismo en tercera persona .

Con esos tipos de narrador os podríais tirar escribiendo toda la vida sin mayor problema. Pero os conozco y sé que os gusta complicar las cosas. Para empezar, ¿es necesario que escribamos siempre en pasado? En absoluto. El tiempo presente nos permite plantear una narración más dinámica e incierta. Al usar el presente, parece que lo que vaya a ocurrir a continuación esté todavía por determinar, que sea «el futuro», y por lo tanto se suele elegir cuando se pretende transmitir emoción e inquietud al lector. Por el lado malo, esa tensión continua cansa mucho antes que la tercera persona, así que no conviene abusar.

Dentro del tiempo presente, la tercera persona vuelve a ser la más usada, pero también veréis aparecer a menudo la primera en el stream of consciousness. De todos modos aquí no existe tanta separación entre una y otra, y se suele admitir que, incluso en tercera, se narren pensamientos íntimos de los personajes. Por eso nuestra elección dependerá de si planeamos saltar de un personaje a otro o no, y de si queremos estar siempre en el cerebro del personaje o contar otras cosas. Hay quien llega a usar la segunda persona en presente; es un estilo muy intrusivo que parece imponerse sobre el lector, privarle de libertad como si estuviera hipnotizado o soñando, y sólo se recomienda para casos puntuales.

¿Otros tiempos verbales para narradores poco habituales? El pretérito perfecto compuesto («hoy he visto») es un caso particular que suele presentarse con relativa frecuencia en la narración epistolar. El tiempo futuro, muy poco usado, es en realidad un caso extremo del presente, con connotaciones proféticas y por lo general adecuado sólo en distancias cortas. Por su parte, en Las vírgenes suicidas Jeffrey Eugenides se permitió la boutade de usar la primera persona del plural, una especie de narrador colectivo que no acaba de concretarse y que a él le quedó bien, pero desde luego no recomendado para novatos.


Y después de comentar tantas formas de plantear la narración, ¿cuál es la mejor? Pues ninguna, si pensáis como yo que la forma de narrar debe servir a lo narrado. Cada historia puede requerir un enfoque distinto (y a menudo una mezcla de varios narradores), y por tanto lo adecuado es probar distintas aproximaciones hasta dar con la que mejor encaje.

Ojo, que hay quien piensa lo contrario: que todas las historias ya han sido contadas (no les falta cierta razón) y que donde hay que poner el énfasis es en un estilo particular y personal de narrar. También puede ser válido, aquí no hay verdades absolutas pero ese no es mi proceder.

Segunda parte

Este artículo continúa en un artículo inesperadamente titulado El narrador (II). Que lo disfrutéis.

domingo, 15 de febrero de 2015

Preposiciones

Esto es una curiosidad mía más que nada, pero me llama la atención que la lista de preposiciones que muchos estudiamos en la escuela esté ya tan anticuada. Rercordad, era: a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras. De ellas, algunas como cabe y so están prácticamente en desuso.

Otras que no aparecen en esa lista y son también antiguas son allende y aquende. A eso añadamos varias de uso común en la actualidad como mediante, durante, incluso, excepto y salvo (las tres últimas dependen su función en la frase para considerarse preposiciones). Luego tenemos otras "raras" como vía, pro, extra y versus, y tampoco podemos dar por cerrada la lista porque hay quien cree que debemos añadir más y menos. Y más .

domingo, 8 de febrero de 2015

La narración epistolar

Narrar una historia como si fuera una carta (o una serie de ellas) es un recurso de honda tradición en la literatura moderna, entendiendo como tal prácticamente desde la Edad Media (fijaos que se considera la primera obra puramente epistolar Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, escrita allá por 1485). Pero no estoy aquí para remedar lo que podéis encontrar en cualquier enciclopedia online, lo que me interesa señalar es que hacia mediados del siglo XVIII y durante buena parte del XIX, este mecanismo había caído en desuso e incluso en la parodia, salvo por un género. Lo habéis adivinado: el terror. Justamente dos de las obras cumbres de la literatura de terror del s.XIX, Frankenstein y Drácula, están escritas en forma epistolar, junto a grandes relatos como El hombre de arena, y desde entonces nunca ha dejado de ser un recurso habitual del género (Lovecraft, Stephen King y otros ilustres han recurrido a ello). ¿Pero por qué?

A mi entender hay dos factores que impulsan al escritor de terror a presentar la historia como si se tratara de una carta o un diario (o una mezcla de ambos recursos). El primero es la verosimilitud. El terror es un género que depende en gran medida de la «suspensión de la incredulidad» por parte del lector. Mucho más, por ejemplo, que la novela costumbrista donde, al fin y al cabo, no te van a contar nada que no pudieras ver con tus propios ojos. Al plantearlo como una carta, lo que está haciendo el autor es decirte: «oye, que no me lo estoy inventando, yo sólo copio esta carta que me llegó, palabrita de niño Jesús». Nadie se lo toma en serio, por descontado, pero sí que añade cierta «autenticidad» a hechos sobrenaturales o increíbles. Tendemos a creernos más algo que viene con remite y fecha.

El segundo motivo es que permite resolver el problema del protagonista muerto. No es raro que en una historia de miedo el protagonista no logre sobrevivir a las terribles situaciones en las que le ha metido su creador. Si el lector estuviera seguro de su salvación, poco terror habría. Pero si estamos usando una narración en primera persona para darle más fuerza, nos topamos con una dificultad evidente. Aunque a mí me parece una estrategia perfectamente válida, nunca faltarán mentes de imaginación pobre que aduzcan: «y si el tipo muere, ¿quién está contando la historia?». Frente a estas almas estériles, la narración epistolar ofrece una tabla de salvación: lo escribió todo antes de morir y ahora nos limitamos a repoducir sus misivas.

Recordemos también que este procedimiento nos ofrece la posibilidad de reflejar el estado mental del personaje (o sus prisas, o su agitación) mediante la inclusión de deliberados «errores» e imprecisiones en el texto, un truco delicado que puede quedar fatal, pero que se usa a menudo dentro de los Mitos de Cthulhu por la locura que suelen acechar a sus protagonistas. También se ha utilizado en el stream of consciousness, el mismísimo Faulkner consiguió un gran éxito llevando este recurso al límite en El ruido y la furia, aunque nunca he entendido por qué).

Complicaciones

Pero claro, haciendo bueno el viejo adagio «no hay solución que no cree otro problema», este recurso narrativo nos puede meter en nuevos berenjenales.

El primero (y más sencillo de solventar) es el de la intimidad. Hay cosas íntimas que no pondrías en una carta; tus sentimientos más profundos, tus pensamientos más inconfesables, que suelen ser precisamente los esenciales para la trama. Ahi está la paradoja: cuanto más honesta sea la narración, menos creíble resultará su plasmación en una carta. Hay varias soluciones, pero la más habitual es la de los diarios. En lugar de escribir para alguien, el protagonista lo hace para sí mismo, sin intención de compartirlo con nadie. Flores para Algernon o la propia Drácula usan esta aproximación, que es la más similar a un soliloquio sincero y que en ciertas obras modernas juega también con la emoción que da leer algo «prohibido».

Pero el principal problema del relato epistolar llega a la hora de plasmar el final. Esto es especialmente cierto cuando el protagonista muere o desaparece, pero se aplica también cuando tenemos un clímax intenso que deseamos narrar «en directo», con emoción. Porque en esas circunstancias resulta muy extraño que una persona cabal se dedique a escribir en una carta o diario lo que está pasando, en lugar de salir por piernas. Hay a quien le da igual y tira para adelante, como mi «querido» August Derleth, que tiene los bemoles de concluir de esta forma La casa de Curwen Street (1944), que se supone que es un manuscrito hallado en una habitación:

Continúan los pasos... unos espantosos sonidos chapoteantes... parece que ya están debajo de la casa; y afuera se oyen los terribles palmetazos como los que producían aquellos horrendos seres palmeados que se deslizaban hacia nosotros por las rocas de aquella isla del Pacífico...

Pero ahora... algo... ¡Dios santo! ¡Alas! ¡Qué seres hay en la ventana!

¡Ia! ¡Ia! ¡Hastur fhtagn...!

Corramos un tupido velo. Pero ojo que hay casos peores, gente que hace que su personaje escriba «arrgh» mientras se muere, que es una cosa muy natural... Lo que en realidad revelan estas soluciones tan forzadas es una mala planificación de la trama que tiene mal remedio. Para no caer en el esperpento, podemos hacer que otro personaje narre lo que se encontraron después junto a las cartas, o (y es un tema del que me gustaría hablar en futuros artículos) una noticia de prensa que nos permita deducir lo ocurrido, mas difícilmente podremos retransmitir el final en directo. Para eso tendremos que elegir otro punto de vista para el narrador, así que pensadlo siempre de antemano.

Eso es todo, colegas, hasta la próxima .

martes, 3 de febrero de 2015

Lo que se dice de «Esfuerzo de guerra»

Empiezan a llegar las opiniones sobre Esfuerzo de guerra, mi relato incluido en Alambre de Letras, esta vez todas a través de Facebook (ay, las redes sociales, qué mal se me dan).

En mi perfil (¿se llama así?) Íñigo López comentó: «Buenas Aitor. Me ha gustado tu relato. En mi opinión, es capaz de atraer la atención del lector hasta conocer el desenlace al final, buena descripción de ambientes y escenas, frases correctas y atractivas, y una historia que aunque podría ser ficción, también podría ser cierta. En el sentido que integra aparente ficción pero que no contradice la historia real, o los efectos finales de la "historial final real" que conocemos». Y al comentarle las dudas que había tenido sobre el posible final (si hacerlo más steampunk o más realista, opción por la que me decanté al final), Íñigo añadió: «Sí, todo hubiera tenido su ventaja, el final que tú lo dices tal y como lo dices, el final actual permite fantasear sin contrariar la historia oficial, lo que tiene su punto positivo añadido». Muchas gracias desde aquí, Íñigo.

Y en la página de Neonauta, donde presentaban acertadamente Esfuerzo de Guerra como «un relato que aborda durísimo papel que afrontaron las mujeres en la Primera Guerra Mundial, lejos de las trincheras, pero no del desastre», Luis Guillermo del Corral comentó, de forma escueta pero rotunda: «Justo acabo de leer el relato de Aitor. BRUTAL». Así se habla, Luis.

Pues nada, si alguien más lo lee espero que le guste, que no a otra cosa aspiramos aquí.

Alambre de Letras, varios autores.
Neonauta Ediciones, 2014. 114 págs, 15€.