lunes, 29 de diciembre de 2014

Página de publicaciones

Han transcurrido casi dos años desde que inicié este blog (sí, cuando ya estaban pasándose de moda, yo siempre a contracorriente), y pese a sus altibajos llevo ya más de cincuenta entradas. Interesantes unas, prescindibles otras, lo sé. Y me ha dado por pensar que, si por casualidad lo visitara un biógrafo venido del futuro para investigar sobre mis obras primerizas (circunstancia en absoluto descartable), seguramente se perdería entre comentarios sobre películas y reseñas de viejas novelas.

Así pues, he preparado una página oportunamente llamada Publicaciones, a la que se puede acceder desde la parte superior de cualquier entrada. Por ahora he puesto en ella las portadas de las antologías en las que han aparecido mis relatos, y pulsar en cualquiera conduce al artículo del blog donde hablo de ella.

Confío en que no sean los últimos libros en los que salgo, porque esto es como llamar al mal tiempo, pero me apetecía tenerlo todo más ordenado. Y oye, que ya son nueve libros (y uno más en breve, espero), y eso algo de lo que sentirse moderadamente orgulloso .

domingo, 21 de diciembre de 2014

Los derechos de Lovecraft I: El culebrón

Si hay un tema que inquiete periódicamente a los aficionados a los Mitos de Cthulhu, es el relativo a los derechos sobre la obra de Lovecraft. Es este, curiosamente, un asunto que se resiste a esclarecerse de forma definitiva pese a que ya han transcurrido más de setenta y siete años desde la muerte de H.P.L.

La principal causa de este caos está en la complejidad de las leyes estadounidenses sobre propiedad intelectual, afectadas desde hace décadas por la presión de diferentes lobbys interesados en no perder su fuente de ingresos. También influye lo golosa que resultó desde el principio la herencia literaria de Lovecraft, que nunca dejó muy clara su voluntad al respecto.

Voy a intentar a continuación analizar la situación actual, sin dejar de referiros a la auténtica biblia sobre este tema, la página de Chris J. Karr The Black Seas of Copyright, donde lleva años analizando las diferentes ramificaciones de este culebrón.

Resumen para vagos

La obra de Lovecraft está en el dominio público en Europa y buena parte del mundo, y seguramente también en los EE.UU. Creaciones de otros autores, aun cuando se incluyan en los Mitos de Cthulhu, no tienen por qué estar libres de derechos.

Primera fase

Cuando Lovecraft falleció, en marzo de 1937, en cumplimiento de su testamento fechado en 1912 correspondía a Ann Gamwell (la tía Annie, su única familiar directa todavía viva) ser la heredera de sus magras posesiones, incluyendo los derechos sobre sus obras. Hasta este punto todo está más o menos claro.

Pronto comezó a complicarse. La propia Gamwell había descubierto por casualidad, poco tiempo antes, un escrito de Howard por el que nombraba al joven Robert H. Barlow (a la sazón de sólo 18 años) su albacea literario. No era un documento con validez legal, pero Gamwell decidió cumplirlo. Cuando Barlow se presentó en su hogar para darle el pésame, Ann Gamwell hizo una copia a mano de dicha voluntad literaria (cuyo original se considera ahora perdido) y se la entregó. Barlow se llevó de la casa de Lovecraft un gran número de manuscritos con la intención de clasificarlos y publicar las obras más comerciales, a cambio de salvar un porcentaje para Gamwell, que carecía de otras fuentes de ingresos. Lamentablemente, Barlow nunca puso mucho empeño en su cometido.

No obstante, había dos buitres mucho más activos. August Derleth y Donald Wandrei, que a las pocas semanas del fallecimiento comenzaron a presionar a la tía Annie para que les cediera los derechos a ellos, bajo el pretexto de que serían mucho más comerciales (cosa por otro lado totalmente cierta) y de esa forma ella obtendría más dinero. Mantuvieron con Barlow un tira y afloja en el que el joven tenía todas las de perder, hasta que en 1939 la pequeña editorial que habían fundado, Arkham House, publicó su primer libro de Lovecraft, The Outsider and Others.

Gamwell murió en enero de 1941, y en su testamento cedió los derechos de ese libro a Derleth y Wandrei. Sus únicos herederos, unas primas lejanas llamadas Ethel Morrish y Edna Lewis, no se opusieron a ello y en mayo de ese mismo año ampliaron esta concesión a toda la obra de Lovecraft. Derleth se quedó solo al mando de Arkham House cuando Barlow arrojó la toalla y se marchó a enseñar antropología a Méjico (donde se suicidó a comienzos de 1951) y Wandrei fue llamado a filas para combatir en la 2ª Guerra Mundial. Para evitar que quedaran cabos sueltos, Derleth adquirió de Dorothy McIlwraith, editora en esos momentos de Weird Tales, los derechos sobre las obras de Lovecraft que aparecieron en su momento en dicha revista.

En estos documentos se basó Derleth para mantener durante décadas sus famosas reclamaciones sobre la obra de Lovecraft. Sin embargo, ni la herencia de Gamwell ni la llamada "donación Morrish-Lewis" concedían en modo alguno a Arkham House la exclusividad sobre estos relatos, sólo daban permiso para publicarlos y ganar dinero con ello, por lo que Derleth se cuidó mucho de hacerlos públicos, y sólo se conocieron en detalle a partir de los años 70.

En cuanto a los derechos de Weird Tales, según la investigación que realizó S.T. Joshi para su biografía de 1996 H.P. Lovecraft: A Life (quedaos con esto), Lovecraft había retenido a partir de 1926 los derechos sobre sucesivas reediciones de sus relatos, por lo que poco podía quedar en manos de la revista. Tampoco se ha localizado nunca prueba alguna de que estos copyrights fueran renovados posteriormente, tal como exigían las sucesivas enmiendas a la ley estadounidense de propiedad intelectual, en particular la de 1978, aunque existen varias interpretaciones al respecto.

Ya os habéis perdido, ¿verdad? Demos un salto varias décadas al futuro.

Continúa

Este artículo continúa en Los derechos de Lovecraft II: La venganza.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Un final para Audrey II

Bienvenidos a un capítulo más de mis divagaciones narrativas. Hoy pretendo hablar de una película que seguramente conozcáis: La tienda de los horrores, una curiosa mezcla de musical, comedia y film de terror que en 1986 alcanzó un éxito limitado en los cines.

Su personaje protagonista es Seymour Krelborn (interpretado por Rick Moranis), un hombre joven, huérfano, tímido y torpe. Un antihéroe de manual, vaya. Seymour trabaja en una floristería que está al borde de la quiebra. Para evitar su despido, revela que ha estado cuidando una misteriosa planta que encontró de un modo no menos enigmático, a la que ha bautizado como Audrey II en honor de su compañera Audrey (de la que está secretamente enamorado).

Aunque la plantita no es precisamente hermosa, al exponerla en el escaparate atrae una gran afluencia de público, así como dinero y fama para la floristería y su descubridor. Pero lo que nadie más que Seymour sabe es que la planta es carnívora y se alimenta, primero, de sangre y luego de carne humana, que Seymour debe conseguir muy a su pesar para no tener que abandonar su sueño de huir de aquel miserable barrio y casarse con su amada Audrey.

Una trama curiosa, ¿verdad? La película en sí cuenta con su propia historia: The Little Shop of Horrors fue primero una película de serie B dirigida en 1960 por Roger Corman, a partir de un guión de Charles B. Griffith. No había canciones y el origen del vegetal era más mundano (mezcla de variedades de plantas carnívoras). Luego fue un musical teatral en 1982 y, finalmente, la película de 1986 que nos ocupa aquí.

Desde un punto de vista narrativo, se trata de una versión del clásico argumento "pacto con el diablo". El protagonista hace cosas que sabe malas a cambio de poder cumplir sus sueños, y en este caso con la variante de que él no ha buscado de forma voluntaria ese pacto mefistofélico, sino que ha encontrado por casualidad la llave de sus deseos. Es una trama especialmente interesante, muy utilizada a lo largo de la historia, porque juega con la escala de grises: nuestro personaje no es completamente bueno (o no haría esas cosas) pero tampoco verdaderamente malo, sino que siente remordimientos y trata de limitar la gravedad de sus acciones, aunque no lo consigue y se ve empujado a acrecentarlas por culpa de unas necesidades cada vez mayores. Es una trama con la que el lector puede identificarse fácilmente. Además, está el factor bastante original de la planta en si: los vegetales pocas veces ocupan el papel de antagonistas centrales de una historia (sí, está El día de los trífidos y aquella novela llamada Más verde de lo que creéis, de Ward Moore, pero poca cosa más).

The End

El aspecto en el que me quiero centrar de esta historia es el final, del cual hay unas cuantas versiones. La película original era más macabra; en ella Seymour mataba a varias personas y la planta no tenía maldad propia sino que sólo buscaba sobrevivir, por lo que el hecho de que al final Seymour, perseguido por la policía, se arroje a las fauces de su criatura resulta bastante adecuado y cierra el hilo de la culpabilidad.

Sin embargo, tanto en el musical como en la segunda película, Audrey II es en realidad un invasor vegetal del espacio exterior, y sus planes pasan por ocupar la Tierra entera. A partir de ahí hay algunas diferencias: en la obra de teatro Seymour y Audrey acaban en el buche vegetal, y la planta procede a reproducirse e invadir el planeta. Este final se rodó también para la segunda pelicula, pero los pases previos a su comercialización indicaron que el público no reaccionaba nada bien (normal, es pésimo) y se procedió a preparar a la carrera una nueva conclusión, que es la que seguramente vierais en su momento: Seymour salva a la chica, se carga a la planta in extremis electrocutándola, y puede cumplirse su sueño de vivir juntos en una hermosa casita, con un pequeño guiño postrero. En la edición de Blu-ray podéis comparar ambos finales.

Ninguno de los dos me convence, independientemente de la calidad técnica de cada uno. En el "bestia", Seymour no expía su culpa, aun pereciendo junto a su amada, porque el peligro que ha ayudado a traer al mundo sigue vigente y, de hecho, más fuerte que nunca. Sí, también un clímax puede ser un fracaso, pero este no resulta emocionalmente satisfactorio: ¿se mueren y qué, ya está? En el segundo, Seymour no llega a pagar por sus crímenes, y pagar es una parte inherente del pacto mefistofélico, aun cuando queramos huir de moralejas: quien acepta el trato con el diablo acaba sufriendo las consecuencias, de lo contrario se pierde el dilema moral, porque se transforma en una situación de win-win.

¿Qué haría yo? Sin duda, un griego. Un final de tragedia griega, digo. Seymour está marcado por la culpa y debe redimirse. ¿Cómo? Matando a Audrey II y dando su vida en el proceso. De este modo, todo el ciclo se cierra. Dramáticamente, cualquier otro resultado resulta poco satisfactorio, como si Darth Vader no hubiese logrado salvar a Luke o, peor aún, como si lo salvara fácilmente y luego se fueran los dos de farra como si tal cosa.

En cuanto a la Audrey humana, puede sobrevivir o no, a gusto del guionista. Podría quedarse para recordar toda su vida a Seymour, a modo de testigo de su sacrificio redentor, o morir antes si queremos que éste comprenda por fin en toda su magnitud el error que ha cometido. Por supuesto, además el modo de hacerlo debe resultar medianamente creíble y emocionante; ¿qué tal si Seymour lucha contra la planta, pensamos que puede vencer pero finalmente la planta se lo zampa. Y cuando el bicho se las promete felices, descubre que Seymour se ha envenenado para acabar con ella de una u otra forma...

Little Shop of Horrors, Frank Oz (director).
Warner Bros., 2013. 94 mins, 28$.